Yo no creo en la otra vida. Soy neurocirujano. Sé que cuanto soy, pienso y siento, de manera consciente o inconsciente, se origina en la actividad electroquímica de mis muchos millones de neuronas, que interaccionan en una serie casi infinita de sinapsis -las que me queden, al menos, a medida que envejezco-. Cuando mi cerebro muera, yo moriré con él. Ese yo es una efímera danza electroquímica formada por una miríada de fragmentos de información; y la información, como nos dicen los físicos, es puramente física. No hay manera de saber qué forma adoptará esa miríada de trocitos dispersos de información cuando se recombinen después de mi muerte. Antaño confiaba en que se transformaran en hojas y ramas de roble. Quizá ahora se trasformarán en nogales y manzanas en el jardín de la casa del guarda, si mis hijos deciden esparcir mis cenizas allí.
Aun huele a tinta fresca este ejemplar de El Cultural, de El Mundo, de donde saco el texto* para el dictado de hoy. Un fragmento de El dolor que nos acecha, el artículo de Manuel Sánchez Ron para su página Ciencia Entre Dos Aguas.
*El texto es una cita del libro Confesiones, de Henry Marsh, editado por Salamandra.
Cryp, también le da al bisturí, de vez en cuando.