Un conductor amable y cultivado que se llamaba Angelo Mambrini nos recogió en su coche a las afueras de Siena a mi amigo Nicolás y a mí, y nos debió de ver tan necesitados que nos llevó a su casa en un pueblo llamado Abbadia San Salvatore y nos ofreció una comida espléndida con el pan y el vino y los embutidos de esa tierra. El señor Mambrini y su mujer nos acogieron, con una hospitalidad de hacendados antiguos, en una gran cocina con bóvedas de ladrillo y una larga mesa de madera. Recuerdo una umbría de bosque y de niebla, una humedad de olores fértiles de vegetación, la casa en lo alto de una colina como las que tantos años después he visto sucederse desde la carretera. El señor Mambrini hablaba con mi amigo Nicolás en latín. Se asombraba de nuestra juventud, de nuestra pobreza, de nuestras ganas de aprender sobre Italia, de nuestro afán aventurero por recorrerla en autostop. Yo había pasado un curso entero en Granada estudiando el Quattrocento. Ir a Italia ver con mis propios ojos incrédulos lo que había leído en los libros, ver dilatarse ante mí en toda su gloria tridimensional las imágenes de las reproducciones. Algunos de los historiadores del arte más admirables que conocía eran italianos.
Publicado en El País: el 11 de mayo de 2019.
Antonio Muñoz Molina, Barbarismus 7, 2019. Cryp.