Tomo un café con mi amigo Rodríguez, ese que tantas veces confunden con un famoso escritor. Le pido permiso para hacerle una fotografía. Le pido permiso porque así me gusta proceder, siempre que puedo, y porque la confianza debe de ser un placer. Él, tan amable, accede y me facilita la labor. Se pone guapo. Me pregunta que si me molesta el abrigo que tiene colgado a la derecha. Yo le digo que no y le confieso que, en realidad, lo que yo quiero es fotografiar ese abrigo negro. Es verdad. Ya tengo unas cuantas fotos de Rodríguez pero me faltaba la de su piel. La piel que envuelve el alma, cuando estamos huérfanos.