El hombre de la barba

Pablo tenía tres años y los ojos de un halcón. Desde la ventana de casa distinguía si el labriego, que cultivaba un huertecico bajo el Puente de los Gitanos, se había afeitado o no. Bien rasurado era un hombre bueno a quien gustaba observar en su labor. Con barba, por muy corta y blanca que fuese, era "el hombre malo" y no podía ni verlo. Yo creo que le recordaba al tío Alejandro que pinchaba mucho cuando nos daba un beso.
Años más tarde, lejos de aquella tierra, jugábamos a hacernos miedos y yo le decía, impostando una voz ronca, "soy el hombre de la barba". Funcionaba, se acojonaba.
Hay una gran diferencia entre el hombre de la barba y un hombre de barba como el de la fotografía.