Dejé el zapato de cristal en la escalinata, exactamente en el mismo lugar en el que lo encontré, y me escondí dentro de la armadura, como en "Los ladrones somos gente honrada" y esperé. Hice el tonto. Subido a un pedestal y sin poder inclinar la cabeza, sin que chirriase el yelmo, no pude ver el rostro de Cenicienta. El ala de su sombrero me impidió conocerla. Más tarde, cuando todo volvió a la normalidad, ya en los jardines próximos al bosque, me pareció reconocer el sombrero pero ahí quedó todo. Si no había querido participar en el casting y el azar no me la presentó, debía respetar su anonimato.
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