El primer día del año 1999 me di un paseo matinal por las estepas sureñas de Ailathus City. Hacía muchísimo frío. Yo creía ir bien preparado para no helarme: botas, guantes, el pasamontañas de asaltar bancos y mi petaca con calvados. Pero pronto me enteré de que me había olvidado de algo muy importante: las gafas. ¿Para qué las necesitaba si apenas había sol? ¡Para protegerme las córneas del cierzo de enero! Me lloraron tanto los ojos que se me emborronó la vista y anduve, prácticamente a ciegas, perdido por esos campos de dios. En esas condiciones aterricé sobre una gran mancha blanca que yo percibía como de nieve pero que resultó ser de flores. No tenía ni idea de que había flores en esas fechas y me resultó muy chocante. Si no fuese tan cursi diría que fue como una experiencia religiosa. Decidí salir de esa ignorancia y saqué de la biblioteca el Atlas de malas hierbas, de J. L. Villarias Moradillo, libro que me acompañó con mis gafas y mi amiga Lari en las siguientes salidas al campo. En la estación siguiente, primavera, Editorial Pre-Textos publicó Las cosas del campo de José Antonio Muñoz Rojas y a la ciencia añadimos poesía.